17 julio, 2016 por R2820
La
sociedad argentina viene siendo sacudida con una sucesión de medidas económicas
que se dirigen supuestamente (según los argumentos oficiales) a recuperar el
necesario equilibrio macro y a poner la dosis de realismo que necesitaba la
gestión pública, luego del desastre kirchnerista. Entre esas medidas se puede
mencionar la fuerte devaluación de nuestro peso a partir de diciembre pasado,
los sucesivos aumentos dispuestos en el precio de los combustibles, y los
hiper-tarifazos que se dieron en los servicios públicos más esenciales, como el
agua, la energía eléctrica y el gas. Todo eso acompañado por otras medidas que
significaron claras transferencias de ingresos hacia sectores concentrados de
la economía, en manos de las grandes corporaciones transnacionales, que
percibieron con mucha claridad las señales amigables hacia ellos que se emitían
desde la conducción del Estado nacional.
En este
escenario, quienes gobernaron hasta diciembre sostienen que las medidas tomadas
obedecen a un drástico cambio político, que evidencian la insensibilidad del
nuevo gobierno y el nuevo rumbo tomado al servicio de las grandes
corporaciones.
Desde mi
personal mirada crítica, considero que sin duda el año 2016 muestra la
continuidad esencial de las mismas políticas que se llevaron adelante en la
última década, sólo que en un escenario cambiado que requería urgentes
‘ajustes’ al modelo (con medidas que se aplicarían con cualquiera de los dos
candidatos que triunfara en el balotaje).
Ante al
agotamiento de la fase expansiva del ‘modelo’ y su pasaje a la fase de
estancamiento y ajuste, en los últimos años se intentó postergar las decisiones
más ‘dolorosas’ por su indudable impacto negativo en términos electorales. Los
elementos que favorecieron la etapa inicial se fueron transformando en
obstáculos insuperables, y a pesar de los parches desesperados que intentó el
gobierno anterior para evitar el desastre electoral, los desequilibrios e
inconsistencias se fueron acumulando con la idea de asumir el ‘sinceramiento’
en la nueva gestión.
Al nuevo
gobierno se le presentaban entonces, en líneas gruesas, dos caminos. Continuar
con el modelo económico-social que se gestara en los últimos años de la década
del ’90 y se desplegara con fuerza a partir del 2003, o intentar un camino
diferente. Continuar significaba tomar medidas drásticas con costos sociales
importantes, favoreciendo a los poderosos de siempre. Pero un camino diferente
requería de modificaciones estructurales profundas, en defensa del conjunto de
la sociedad y de su futuro estratégico, que ninguno de los partidos cercanos al
poder tenían en su agenda.
El
modelo vigente es producto de decisiones que se tomaron en función de las
estrategias de las grandes corporaciones transnacionales y del capital
financiero, y que resumo con la denominación de “neocolonial, extractivista
depredador, de saqueo y corrupción”. Se apoya en un reducido número de ramas
económicas que son insustentables y están controladas por monopolios y
oligopolios que han colonizado al Estado y a la propia democracia. A la falta
de sectores con generación masiva de trabajo genuino, se la cubrió con empleo
público y masivos subsidios clientelares. Y hay que reconocerlo también, un
modelo que ha logrado concitar el apoyo de una gran parte de la población,
narcotizada con el hiperconsumismo irracional, que avala de manera pragmática a
cualquier gobierno que le prometa mantener esa realidad sin mayores
modificaciones (aunque haya corrupción, entrega servil de riquezas, masivo
endeudamiento externo y nuevas renuncias a la soberanía en el futuro).
Entre
las graves inconsistencias heredadas se encuentra la política en materia de
energía y combustibles, que iniciara el justicialismo menemista en los ’90, de
privatización y extranjerización de los recursos hidrocarburíferos y de los
servicios públicos vinculados a la provisión de gas y electricidad. Esa
política, profundizada luego por el mismo partido pero en cabeza del matrimonio
Kirchner, garantizó la transferencia de la mayor parte de la renta del gas y el
petróleo nacional a las petroleras privadas con precios libres a boca de pozo,
haciendo recaer el peso de esa entrega en un creciente costo de producción de
combustibles y energía que pagarían luego todos los argentinos. Así, en lugar
de considerar que los hidrocarburos son bienes estratégicos y que pertenecen al
pueblo argentino, los consideraron commmodities a entregar al mejor postor y
sin límites para su explotación irracional (algo que hicieron efectivamente
hasta que vaciaron peligrosamente nuestras reservas de gas y petróleo).
Luego de
la hecatombe de principios de siglo y de la fuerte devaluación del peso, el
mantener libre los precios a boca de pozo llevaba implícito la valoración de
los mismos en dólares, lo cual multiplicaba su precio en pesos. Pero al
trasladarse ese valor acrecentado al resto de las cadenas (energía y
combustible) el precio a pagar por los consumidores y usuarios se hacía
prohibitivo. Por lo tanto, aparecía la alternativa de limitar la renta
extraordinaria captada por las petroleras y defender el poder adquisitivo de
los argentinos… o aceptar el saqueo y, para evitar tarifas impagables,
subsidiar desde el Estado los altos costos. El camino que tomó el kirchnerismo
fue el segundo: dejar que las petroleras se queden con el grueso de la renta
(precios libres a boca de pozo), y para evitar precios de combustibles y
tarifas de gas y electricidad impagables para la gran mayoría, establecer
subsidios estatales (en el fondo, el subsidio real más importante es el precio
libre a boca de pozo, que benefició y beneficia a un puñado de firmas
privadas).
Cuando
el saqueo de nuestras reservas, con costos de extracción de alrededor de diez a
doce dólares el barril y precios que quintuplicaban esos costos, fue llevando a
situaciones críticas de las reservas, aparecieron las urgencias para importar.
Con una producción nacional estancada o en caída y una demanda creciente, las
mayores importaciones llevaron a un creciente costo del gas, necesario no sólo
para abastecer el consumo interno sino también la generación de electricidad. Y
como complemento de esas políticas de transferencia a las petroleras, con la
ilusión de que al enriquecerse de esa forma se decidirían a realizar
inversiones, se fueron dando nuevas concesiones, garantizando el Estado precios
cada vez más altos a las petroleras. Esto encarecía el precio final de los
combustibles (que pagan todos los argentinos) y las tarifas de electricidad y
gas (que al no actualizarse eran cubiertas con fondos del tesoro nacional).
Este proceso condujo a la acumulación de déficits de magnitud a las finanzas
estatales, y también al comercio externo de hidrocarburos, que llegan a la
actualidad a comprometer ambos frentes si no se toman medidas que vayan
solucionando esa calamitosa situación.
El
panorama que se presenta este año es un fuerte déficit en las cuentas del
Estado, que tiene como un componente esencial el costo gigantesco de los
subsidios a las tarifas, pero que esconde un componente de subsidio a las
petroleras (por la renta que captan por el petróleo y el gas a boca de pozo) y
a las empresas a cargo de los servicios de electricidad y gas natural. En
especial, en la Ciudad
de Buenos Aires, esas empresas han venido recibiendo ingresos de parte del
Estado sin ningún tipo de control respecto de sus costos ni mucho menos de las
inversiones realizadas a las que están obligadas de acuerdo a las concesiones
recibidas. Como se trata de sectores que involucran servicios esenciales para
la población, las medidas que se adopten deberían contemplar prioritariamente
los intereses de los usuarios y la sustentabilidad de la actividad. Pero las
prioridades que se manifiestan en las decisiones tomadas en los últimos meses
muestran otra realidad. Se busca asegurar la continuidad de las fuertes
transferencias a las empresas y de la renta a las petroleras, en tanto que los
desequilibrios acumulados durante años se pretenden descargar de golpe como
mazazos sobre el bolsillo de los usuarios, implicando una sumatoria de
hipertarifazos que son absolutamente indigeribles para los mermados bolsillos
del grueso de la población afectada. Y se hace además desconociendo los
derechos humanos esenciales de recibir esos servicios indispensables, y en
violación de disposiciones legales como la falta de convocatoria previa de
audiencias públicas para debatir y definir el incremento de las tarifas.
Esto ha
generado y va a generar sin dudas crecientes conflictos sociales y protestas
populares que demandan del gobierno un giro drástico y urgente en el rumbo de
sus políticas, más preocupadas en dar garantías incondicionales al capital más
concentrado y los inversores externos, que en defender los intereses de amplios
sectores de la sociedad que viven una crítica situación económica. Tomar el
camino que lleve a beneficiar al conjunto contribuiría no sólo a mejorar la
imagen del gobierno, sino también a fortalecer la democracia ante el avance
peligroso de la voracidad de las corporaciones.
(*) Luis
Lafferriere – Docente universitario de economía política. Director del programa
de extensión de cátedra “Por una nueva economía, humana y sustentable” (UNER).
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