domingo, 18 de septiembre de 2016

Energía y tarifazos: cuando las prioridades están al revés



 La sociedad argentina viene siendo sacudida con una sucesión de medidas económicas que se dirigen supuestamente (según los argumentos oficiales) a recuperar el necesario equilibrio macro y a poner la dosis de realismo que necesitaba la gestión pública, luego del desastre kirchnerista. Entre esas medidas se puede mencionar la fuerte devaluación de nuestro peso a partir de diciembre pasado, los sucesivos aumentos dispuestos en el precio de los combustibles, y los hiper-tarifazos que se dieron en los servicios públicos más esenciales, como el agua, la energía eléctrica y el gas. Todo eso acompañado por otras medidas que significaron claras transferencias de ingresos hacia sectores concentrados de la economía, en manos de las grandes corporaciones transnacionales, que percibieron con mucha claridad las señales amigables hacia ellos que se emitían desde la conducción del Estado nacional.
En este escenario, quienes gobernaron hasta diciembre sostienen que las medidas tomadas obedecen a un drástico cambio político, que evidencian la insensibilidad del nuevo gobierno y el nuevo rumbo tomado al servicio de las grandes corporaciones.
Desde mi personal mirada crítica, considero que sin duda el año 2016 muestra la continuidad esencial de las mismas políticas que se llevaron adelante en la última década, sólo que en un escenario cambiado que requería urgentes ‘ajustes’ al modelo (con medidas que se aplicarían con cualquiera de los dos candidatos que triunfara en el balotaje).
Ante al agotamiento de la fase expansiva del ‘modelo’ y su pasaje a la fase de estancamiento y ajuste, en los últimos años se intentó postergar las decisiones más ‘dolorosas’ por su indudable impacto negativo en términos electorales. Los elementos que favorecieron la etapa inicial se fueron transformando en obstáculos insuperables, y a pesar de los parches desesperados que intentó el gobierno anterior para evitar el desastre electoral, los desequilibrios e inconsistencias se fueron acumulando con la idea de asumir el ‘sinceramiento’ en la nueva gestión.
Al nuevo gobierno se le presentaban entonces, en líneas gruesas, dos caminos. Continuar con el modelo económico-social que se gestara en los últimos años de la década del ’90 y se desplegara con fuerza a partir del 2003, o intentar un camino diferente. Continuar significaba tomar medidas drásticas con costos sociales importantes, favoreciendo a los poderosos de siempre. Pero un camino diferente requería de modificaciones estructurales profundas, en defensa del conjunto de la sociedad y de su futuro estratégico, que ninguno de los partidos cercanos al poder tenían en su agenda.
El modelo vigente es producto de decisiones que se tomaron en función de las estrategias de las grandes corporaciones transnacionales y del capital financiero, y que resumo con la denominación de “neocolonial, extractivista depredador, de saqueo y corrupción”. Se apoya en un reducido número de ramas económicas que son insustentables y están controladas por monopolios y oligopolios que han colonizado al Estado y a la propia democracia. A la falta de sectores con generación masiva de trabajo genuino, se la cubrió con empleo público y masivos subsidios clientelares. Y hay que reconocerlo también, un modelo que ha logrado concitar el apoyo de una gran parte de la población, narcotizada con el hiperconsumismo irracional, que avala de manera pragmática a cualquier gobierno que le prometa mantener esa realidad sin mayores modificaciones (aunque haya corrupción, entrega servil de riquezas, masivo endeudamiento externo y nuevas renuncias a la soberanía en el futuro).
Entre las graves inconsistencias heredadas se encuentra la política en materia de energía y combustibles, que iniciara el justicialismo menemista en los ’90, de privatización y extranjerización de los recursos hidrocarburíferos y de los servicios públicos vinculados a la provisión de gas y electricidad. Esa política, profundizada luego por el mismo partido pero en cabeza del matrimonio Kirchner, garantizó la transferencia de la mayor parte de la renta del gas y el petróleo nacional a las petroleras privadas con precios libres a boca de pozo, haciendo recaer el peso de esa entrega en un creciente costo de producción de combustibles y energía que pagarían luego todos los argentinos. Así, en lugar de considerar que los hidrocarburos son bienes estratégicos y que pertenecen al pueblo argentino, los consideraron commmodities a entregar al mejor postor y sin límites para su explotación irracional (algo que hicieron efectivamente hasta que vaciaron peligrosamente nuestras reservas de gas y petróleo).
Luego de la hecatombe de principios de siglo y de la fuerte devaluación del peso, el mantener libre los precios a boca de pozo llevaba implícito la valoración de los mismos en dólares, lo cual multiplicaba su precio en pesos. Pero al trasladarse ese valor acrecentado al resto de las cadenas (energía y combustible) el precio a pagar por los consumidores y usuarios se hacía prohibitivo. Por lo tanto, aparecía la alternativa de limitar la renta extraordinaria captada por las petroleras y defender el poder adquisitivo de los argentinos… o aceptar el saqueo y, para evitar tarifas impagables, subsidiar desde el Estado los altos costos. El camino que tomó el kirchnerismo fue el segundo: dejar que las petroleras se queden con el grueso de la renta (precios libres a boca de pozo), y para evitar precios de combustibles y tarifas de gas y electricidad impagables para la gran mayoría, establecer subsidios estatales (en el fondo, el subsidio real más importante es el precio libre a boca de pozo, que benefició y beneficia a un puñado de firmas privadas).
Cuando el saqueo de nuestras reservas, con costos de extracción de alrededor de diez a doce dólares el barril y precios que quintuplicaban esos costos, fue llevando a situaciones críticas de las reservas, aparecieron las urgencias para importar. Con una producción nacional estancada o en caída y una demanda creciente, las mayores importaciones llevaron a un creciente costo del gas, necesario no sólo para abastecer el consumo interno sino también la generación de electricidad. Y como complemento de esas políticas de transferencia a las petroleras, con la ilusión de que al enriquecerse de esa forma se decidirían a realizar inversiones, se fueron dando nuevas concesiones, garantizando el Estado precios cada vez más altos a las petroleras. Esto encarecía el precio final de los combustibles (que pagan todos los argentinos) y las tarifas de electricidad y gas (que al no actualizarse eran cubiertas con fondos del tesoro nacional). Este proceso condujo a la acumulación de déficits de magnitud a las finanzas estatales, y también al comercio externo de hidrocarburos, que llegan a la actualidad a comprometer ambos frentes si no se toman medidas que vayan solucionando esa calamitosa situación.
El panorama que se presenta este año es un fuerte déficit en las cuentas del Estado, que tiene como un componente esencial el costo gigantesco de los subsidios a las tarifas, pero que esconde un componente de subsidio a las petroleras (por la renta que captan por el petróleo y el gas a boca de pozo) y a las empresas a cargo de los servicios de electricidad y gas natural. En especial, en la Ciudad de Buenos Aires, esas empresas han venido recibiendo ingresos de parte del Estado sin ningún tipo de control respecto de sus costos ni mucho menos de las inversiones realizadas a las que están obligadas de acuerdo a las concesiones recibidas. Como se trata de sectores que involucran servicios esenciales para la población, las medidas que se adopten deberían contemplar prioritariamente los intereses de los usuarios y la sustentabilidad de la actividad. Pero las prioridades que se manifiestan en las decisiones tomadas en los últimos meses muestran otra realidad. Se busca asegurar la continuidad de las fuertes transferencias a las empresas y de la renta a las petroleras, en tanto que los desequilibrios acumulados durante años se pretenden descargar de golpe como mazazos sobre el bolsillo de los usuarios, implicando una sumatoria de hipertarifazos que son absolutamente indigeribles para los mermados bolsillos del grueso de la población afectada. Y se hace además desconociendo los derechos humanos esenciales de recibir esos servicios indispensables, y en violación de disposiciones legales como la falta de convocatoria previa de audiencias públicas para debatir y definir el incremento de las tarifas.
Esto ha generado y va a generar sin dudas crecientes conflictos sociales y protestas populares que demandan del gobierno un giro drástico y urgente en el rumbo de sus políticas, más preocupadas en dar garantías incondicionales al capital más concentrado y los inversores externos, que en defender los intereses de amplios sectores de la sociedad que viven una crítica situación económica. Tomar el camino que lleve a beneficiar al conjunto contribuiría no sólo a mejorar la imagen del gobierno, sino también a fortalecer la democracia ante el avance peligroso de la voracidad de las corporaciones.
(*) Luis Lafferriere – Docente universitario de economía política. Director del programa de extensión de cátedra “Por una nueva economía, humana y sustentable” (UNER).

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